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que llevas? Sabes los antiguos lazos que nos unen y á pe- sar de ese crimen, verdaderamente espantoso, me tienes á tus órdenes.

—¿Qué debo hacer?—le preguntó Alzaga, después de un momento.

—Huir, huir inmediatamente. Yo te ayudaré á ha- cerlo.

—¿Y Catalina? — volvió á preguntarle.

—Huye con ella si se decide á seguirte. Y... no perda- mos tiempo: ve á tu casa, recoge lo que puedas, vente con Catalina, que yo mientras tanto trataré de prepararos la fuga. ¡Ah!, antes, escribele á tu hermano Félix dos líneas, tu hermano tan pundonoroso, que recibirá un golpe terri- ble con la revelación que yo le haré repitiéndole tus pa- labras.

—¡Pobre Félix... ¡Oh, no!

—Es indispensable; estoy seguro de que Félix me ayu- dará á salvarte. Toma, aquí tienes papel. Escribe,

Alzaga escribió la siguiente carta:

«Querido Félix: Es inútil que te diga una palabra res- pecto á la razón de esta carta, porque cuando la recibas tú estarás ya en tantos antecedentes como yo mismo. Me limito á decirte que para salvarme y huir necesito tu pro- tección con la que cuento en toda su eficacia. Si necesitas más datos, Carlos Terrada, dador de ésta, te los propor- cionará. Perdón y adiós por la vida.

»Francisco Alzaga.»

»Te prevengo que no quiero salvarme por mi mismo si no salvar el apellido en lo que se pueda.»

Se la entregó á su amigo. Salió, montó de nuevo en su caballo y dirigióse á galope á la ciudad.

Llegó á su casa y... todo aquel lujoso mueblaje, en el que hacía tiempo no fijaba la mirada; todos aquellos obje- tos, que con dulces ensueños adquiriera... ¡cuántos recuer- dos traerian á su imaginación en ese instante! ¡Testigos mudos de su felicidad. .., desu encantadora luna de miel!.. ¡De su enlace con aquella «Estrella del Norte;» con aquella