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hombre bueno, de un hombre que se envanecia y se honra- ba con llamarse tu amigo..., tu amigo intimo!..

— ¡Fui inducido, Catalina, en un mal momento por ese miserable de Marcet! —murmuró Alzaga, como si tratara de disculparse.

—¿Y en dónde dejaste la fortaleza de tu raza que así se debilitó?.., en el lodo de tu crimen, ¿verdad? ¡Y habrás comprado, quizás, con la sangre de aquel desdichado esta joya maldita!..—añadió, arrojando con horror el aderezo que con tanto placer contemplara momentos antes.

—¡Catalina.. , sigueme!—exclamó Alzaga.

—¡No! ¡Yo seguir á un asesino!.. ¡Primero muerta! ¡Vete, desgraciado, vete donde no te alcance la justicia de los hombres!..

Alzaga debió sentir que se le hacian pedazos las fibras de su corazón y á pesar de ello... ¡vivia! Un vértigo de sangre enrojeció sus ojos por un instante; pero luego se repuso para decirla:

—¡Me llevaré mi hijo! y dirigióse á la cuna donde el niño dormia; pero Catalina, ahogando un grito, un grito de madre, se interpuso imponente, diciendo:

—¡Se queda con su madre honrada, y si pretendes hacer lo que dices, daré voces, aeudirá gente y te condu- cirán á la cárcel!

Muy fuerte debió ser aquel hombre cuando pudo resis- tir de labios de aquella mujer, que tanto adoraba, seme- jantes palabras; cuando en una transición indescriptible, la dijo entonces, con súplica infinita:

— ¡Déjame al menos darle el último beso!

Catalina no pudo resistir la inmensa tristeza de aque- lla mirada, la intensidad de aquel ruego en los labios de un hombre acostumbrado á no rogar en los días felices y que asi se demostraba padre en los momentos más terri- bles de su vida y, volviendo el rostro, dejó que Alzaga se acercara á la cuna y besara á su bijito sin despertarlo. Luego, contuvo las lágrimas que pugnaban por aparecer en sus ojos, y en silencio, con el ademán tan sólo, le pidió que se alejara...