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La enterrada en vida

Y habrian transcurrido treinta y pico de años, desde la memorable época aquélla en que ocurrió el incalificable crimen, llevado á cabo con la premeditación más infame y las más repugnantes intenciones, cuando, en una tarde que me hallaba en mi gabinete de La Tribuna, de aquella Tribuna que fundáramos Mariano y yo, se me presentó el portero Manuel, diciéndome:

—Señor don Héctor, ahi está esperando una vieja por- diosera que desea hablarle.

—¿A mi?

—Si, señor.

—Pues si lo que quiere es una limosna, dile á monsicur Leonard ó á cualquiera de los muchachos de la adminis- tración, que se la dé, y de mi parte le manifiestas que no puedo recibirla ahora porque me encuentro ocupado.

Manuel marchó á cumplir mis órdenes, y yo, después de terminar el editorial en un «periquete,» segui conver- sando con mi buen amigo don Martin Campos, que mec acompañaba.

Y ya nos habiamos olvidado de la «visita» que me anunciara nuestro portero, cuando éste se me volvió á presentar diciéndome que la mendiga insistia obstinada- mete en verme, arguyendo para cllo que se trataba do una antigua relación de mi familia.