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Y fué tan afortunado que recuperólo todo con el adita- mento de lo que aquéllos guardaban por cuenta propia, aunque no sin haber sostenido el más descomunal de los combates, en el que lo acribillaron con armas blancas, dejándole un chirlazo para toda su existencia que se hen- día en la carretilla del lado izquierdo, como seña parti- cular.
Sin embargo, teniendo más agallas que un tiburón abuelo, como él decía y se decia, aún le quedaron fuerzas para cargar con su dinero y el ajeno y huir á las impene- trables sierras, donde lo encontró la india Iponá ya ago- nizante y lo curó para, con mayor tesón, volver á sus correrlas, hasta que logró hacerse capitán de bandole- ros, asaltando estancias y desvalijando descuidados ca- minantes; feroz á la resistencia y desapiadado con los dé- biles.
Poco le costó reunir su famosa banda, escogida entre lo más granado del crimen, huidos del presidio brasileño y de las cárceles de la plaza fuerte de Montevideo; ladrones probados y asesinos de nota, tahures de pulperia y contra- bandistas desechados. Gente, en su mayor parte tosca, grosera, imbecilizada por el alcohol é impropia para «fae- nar» con acierto en poblado; pero conocedora, en su mayor parte, de los rincones y encrucijadas de aquella campaña, por lo que, fácilmente, escapaba de las roxdas, mandadas á perseguirla. Cuando se trataba de repartir las «utilidades» y ninguno se conformaba con la suya, era entonces que el famoso Palomino interponía su terrible autoridad y á ve- ces su temible navaja sevillana ó su trabuco naranjero para acallarlos, «por buenas ó por malas,» como él siempre repetía.
Resaltaba, después del jefe, su segundo Martin Perey- ra, á quien los indios llamaban Curú, lo que en romance se traducia en vibora ó culebra, lo que no le placia mucho á Palomino, porque «esos bichos» resultaban de mal agiiero en su tierra y había que andar siempre con el lagarto en la boca,
Era Martín Pereyra, de origen portugués, el prototipo