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pués de un inomento de verdadera expectación, Ocampo le reprochó la situación en que se encuentraba. Felicitas le replicó altanera, casi despreciativa. El eco de sus voces alteradas transpuso el recinto en que se encontraban. Llegó hasta el comedor y los señores Demaría, temiendo un desenlace desagradable, se aproximaron á la sala; pero Felicitas, que oyó el ruido de sus pasos, con voz vibrante y nerviosa, preguntó:

—¿Quién anda ahi? ¡He dicho que no quiero que venga nadie!

Los Demaría no contestaron, pero tampoco retrocedieron.

Y fué entonces que Ocampo le exigió á Felicitas terminantemente que no se uniese á otro hombre.

—¿Y con qué derecho— exclamó ella en el colmo de la excitación —me pide usted eso? ¡Basta ya! ¡Yo sí le exijo á usted que no vuelva a poner los pies en mi casa! Enrique Ocampo, sin contestar palabra, la dirigió una mirada de insano, é impulsiva y rápidamente sacó un revólver con el que apuntó á Felicitas. Esta notó su acción y corrió, espantada, en dirección al pasillo; pero antes de que llegase á la puerta sono una formidable detonación y se oyeron gritos despavoridos de mujer. El primero que acudió fué don Bernabé y vió á la infeliz dama que, corriéndole la sangre por la espalda, caminaba tambaleante, y que, enredándosele la cola de la bata en un mueble, caía para levantarse con el rostro también ensangrentado. Desapareció por el pasillo, mientras el asesino, sobre el que iba á arrojarse don Bernabé, le dirigió á él la boca del revólver con gesto de impononte amenaza.

Y entretanto que las detonaciones del arma homicida continuaban, Felicitas caía exánime en el pasillo, cuando á ella llegaron sus parientes, su amiga la señorita de Casares y su prometido que, sin proferir palabra, fué á levantarla.

«—¡Me muero..., me muero!...»— murmuró ella, con voz desfalleciente. —«¡No me abandone!»

Fué conducida á su lecho. Se llamó, con la urgencia que el caso requeria, á los doctores Montes de Oca y Larrosa.