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Al oir esto, Felicitas demostró en su semblante la profunda contrariedad que le produjo, y pidió á su amiga intima, la señorita de Casares, le dijese á Ocampo que no le era posible recibirle en aquel momento, con cualquier pretexto.

La señorita de Casares volvió en breve, manifestándole que Ocampo estaba firmemente decidido á no marcharse de allí sin antes celebrar una conferencia con la dueña de la casa.

Felicitas quiso negarse aún, porque, como se lo expresó en voz baja á su amiga, algo misterioso le decía que no debía recibirle; porque tenía la conciencia de que todas sus relaciones con aquel joven habían terminado, y, siendo así, no le parecia digno acceder á su ruego; pero reflexionó y consideró que la obstinación de Ocampo, estando allí el que él consideraba su rival, en no querer marcharse sin hablar con ella, podía traer un escándalo si se negaba.

Felicitas bajó entonces al comedor, y mientras los demás la saludaban cariñosamente, notó la mirada expresivamente irónica de su futuro, que la contemplaba en silencio, sin acercarse á ella. Sus parientes la aconsejaban en voz baja que no accediese á la súplica de Ocampo; pero, para ella, era aquél un momento decisivo: había que evitar el encuentro de aquellos dos jóvenes. ¿Cómo? Decidiéndose á ir sola á la sala donde la esperaba Ocampo. El orgullo de la mujer acosada, perseguida, contrariada en su voluntad, se sobrepuso al temor involuntario, aunque natural de su sexo. Había de dar una lección y la daria. Fué. La señorita de Casares la acompañó; pero no permitió que lo hiciera sino hasta la puerta de la sala, que entornó tras si. Felicitas, envuelta en una rica bata blanca, de amplia cola, dando á su fisonomia toda la expresión de las distintas y encontradas sensaciones, que en ese instante se apoderaban de su espiritu, se hallaba más hermosa que nunca. Ocampo la contempió en silencio, como momentos antes la contemplara su afortunado rival. Felicitas le indicó que se sentase y ella lo hizo. La entrevista comenzó ceremoniosa. Des-