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traje del asesinado, guardándose en los suyos las llaves, papeles y dinero que encontró.

Luego, fijándose en la sortija que brillaba. en uno de los dedos del cadáver, se la sacó y colocándola en uno de los suyos, dijo, con la mayor naturalidad:

—¿Para qué le sirve al difunto?

En este momento se oyeron los pasos de Arriaga que subia por la escalera.

—Ya está la calesa en la puerta —dijo aquél, penetran- do en la sala.

—Bueno. Alumbra aquí, Pancho añadió Marcet, seña- lando el cuello del cadáver.

Alzaga se agachó y puso la amortiguada luz de la vela junto á la espantosa herida que Marcet examinó, dirigiendo luego una mirada de infernal satisfacción á sus cómplices.

—Hay que ocultar esto de manera que no se note —dijo; — denme ustedes sus pañuelos.

Y anudando los que aquéllos le entregaron los colocó en el cuello del difunto, comprimiendo la herida.

Luego, ayudado por sus cómplices, leyantó el cadáver; le colocó el sombrero en la cabeza, ajustándolo bien y, rasgando un pedazo del capote, le dijo 4 Arriaga.

—Tenlo asi, mientras nosotros volvemos. Tú, Alzaga, trae la luz—y dirigióse á la pieza donde se cometiera cl crimen, limpió las manchas de sangre que alli habia con el pedazo del capote, y haciendo lo mismo en la letrina, arro- jó en el pozo el fragmento aquél.

—No están de más todas esas precauciones—les dijo á sus cómplices, cuando volvió á la sala.—Sin embargo — añadió, —mañana volveremos á hacer una nueva limpieza para que no quede la minima huella de que aqui ha muer- to un hombre.

Examinó de nuevo la especie de venda que habia colo- cado alrededor del cuello; cerró el capote y notando que Arriaga llevaba un ramo de violetas en el ojal del suyo, se lo tomó y poniéndolo de modo que ocultara del todo la parte herida: