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—¡Eh, bárbaro! —le dijo Marcet, volviendo á él;—¡cui- dado con gritar! —mientras Alzaga luchaba por reaccio- nar; pero el asesino no les dió tiempo para observación alguna:

—Vamos, pronto—les dijo imponente, — ayúdenme á llevar este cuerpo á la letrina... A ver, tú, imbécil—aña- dió, dirigiéndose á Arriaga,—¿qué haces ahi parado? ¡Voto á Dios, ayúdanos, marica!

Y tanto Arriaga como Alzaga, completamente domina- dos, lo ayudaron á llevar el cuerpo del desgraciado Alva- rez, que se debatía en los estertores de la muerte, al pun- to indicado por Marcet, que les iba diciendo:

—De esta manera evitaremos que el piso se manche. Para que no salga mucha sangre le he dejado el puñal en la herida. :

Y tomando la cabeza de la victima por los cabellos, le colocó la garganta sobre la abertura de la tabla:

—¡Coneluye tú de degollarlo!—le dijo 4 Alzaga, el que, con la vela siempre en la mano, alumbraba aquel cuadro espantoso.

Alzaga dudó un momento; pero deseando terminar de una vez, óimpuesto siempre por la autoridad de aquel bandido, tomó el mango del puñal que Marcet dejara en la herida y empujando hacia dentro hizo un tajo circular, por el que salió la sangre á borbotones...

Entre convulsiones horribles, la desgraciada victima dejó de existir...

—Ahora—añadió Marced, observando que ya no salia de la herida ni una gota de sangre,—tú, Arriaga, vete á buscar la calesa que está ahi á la vuelta, en la calle de las Torres, y tú, Pancho, ayúdame á llevar el cadáver á la sala.

Arriaga, como si estuviera hipnotizado por el horror se apresuró á salir de alli. Alzaga seguía luchando para dar- se cuenta del por qué de aquel espantoso crimen; pero do- minado siempre por Marcet, siguió obedeciendo maqui- nalmente sus órdenes.

Una vez en la sala, Marcet registró los bolsillos del