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la ciudad encantada de los césares

i civilizados en aquellos parajes, algunos millares de fujitivos peruanos que, aterrados por las matanzas de los crueles Pizarros en Cajamarca, habian venido emigrando con sus familias, en número de treinta mil, por la opuesta banda de la cordillera real, hasta la apacible i feraz comarca de lagos i campiñas, de donde, por la opuesta márjen del mediodía, acababa de llegar el capitán Arguello con su cansada jente. Allí edificaron los hijos del Sol prófugos de su blando cielo, una gran poblacion a su manera, «i una ciudad que tenia calles tan largas que desde que el sol salia hasta que se volvia a esconder era necesario para poderlas andar todas.»

En aquel propio territorio, pero en apartada orilla, resolvió asentar tambien definitivamente el viejo capitan castellano su errante campamento para poblar i morir: en aquella rejion encantada se haria un reino aparte para sí mismo i los suyos, como el que los tripulantes dispersos de la Bounty fundaron, dos siglos mas tarde, en medio de las soledades del Pacífico, sobre el peñón de Pitcairn.

Tenia para aquellos fines el futuro señor de la Patagonia, todo lo que necesitaba, obreros, solda-