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Isab. Te va á pedir las llaves.

Arc. Sí, señora, muy formalmente, porque yo ya deliro, yo ya estoy loco, yo ya me pierdo. Tiraníceme usted, mortifíqueme usted, im- póngame el tormento del potro y el del plo- mo derretido; todo lo sufro, porque usted es mi dueña y señora, y yo solo vivo para que usted me maltrate ó me acaricie, me conde- ne ó me redima, pero algo... algo que la com prometa conmigo, algo que me dé derechos, algo...

Paul. Algo que es imposible. La cosa tendría que ver. Sería este el caso del fraile con el car- pintero. Maestro, ¿tiene usted un listoncito así de largo, nada más que así?... Y ahora, ¿tendría usted otro listón un poquito más largo? Pues ahora, un clavo. Y en seguida, présteme usted el martillo. Y luego, si me diera ahí un golpecito para juntar los dos maderos. ¡Padre pedigüeño, haber empeza- do por decir que quería usted una cruz! Este mismo sería el cuento de usted. Ha entrado pidiéndome un fósforo, y concluiría por pe- dirme la mano. Hijo mío, haber pedido la cruz desde el principio.

Arc. La cruz es lo que pido, ¡la cruz! Cláveme usted en ella; y áteme primeramente al pi- lar, únzame, engáncheme, lo que usted quie- ra: aquí están mis manos aguardando las esposas, tómelas usted, yo se las ofrezco.

Isab. (Dando un grito.) ¡Ay!... ¡Ay, Dios mío!

Paul. ¿Qué le pasa, tía?...

Isab. ¡Es lo que te he dicho!... Ya no hoy duda... Mira, tiene tu sortija de novia...

Paul. ¡El!... ¡Es verdad!... (Asustada, arrimándose á Isa- bel.) ¡Ay, tía, tía!...

Arc. (Mostrando la sortija que tiene puesta.) ¿Esta Sor- tija es de usted?

Paul. Sí, señor. Arc. Entonces, el asunto es más grave. Venga usted acá; tengo que interrogarla.

Paul. (Aturdida.) ¿Qué?... ¡No piense usted nada malo!

Arc. Al revés; ¡si lo que estoy pensando es muy