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el pan de munición, en poco estuvo que el viejo de Tadeo no se pusiera a llorar como un chiquillo. Pero no, a Dios gracias, que no me han visto llorar sino dos veces en mi vida: la primera, cuando... el día que...—y el sargento miró a su amo con sobresalto—; la segunda, el día que al pícaro del cabo Baltasar se le ocurrió hacerme pelar un manojo de cebollas.

—Se me figura, Tadeo—contestó Enrique riéndose—, que se te quedó en el tintero el decir por qué lloraste la primera vez.

—¿Sin duda sería cuando te dió un abrazo Latour d’Auvergne, el primer granadero francés?—preguntó con tono afectuoso el capitán, sin parar de hacer caricias al perro.

—No, mi capitán; si el sargento Tadeo pudo llorar, usted mismo debe confesarnos que no pudo ser sino el día que mandó fuego para Bug-Jargal, por otro nombre Pierrot.

Todas las facciones del capitán se anublaron, y acercándose con ímpetu al sargento, quiso apretarle la mano; pero, a pesar de tamaño honor, no sacó Tadeo el brazo del capote.

—Sí, mi capitán—prosiguió, dando algunos pasos atrás, mientras D’Auverney le echaba una mirada dolorosa—; aquella vez lloré porque él lo merecía. Es verdad que era negro; pero también la pólvora es negra, y... y...

El buen sargento hubiese preferido salir con honra del atolladero de su comparación, porque había algo que halagaba su fantasía en este símil;