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pero habiendo probado inútilmente a expresarse, y después de embestir, por decirlo así, con su idea por todos los frentes, hizo lo que hacer suele el general de un ejército delante de alguna fortaleza: levantó el sitio y continuó su jornada, sin hacer alto en la sonrisa de los oficiales.

—Digo, mi capitán, ¡si hubiera usted visto al pobre negro cuando llegó a carrera y sin aliento, en el instante mismo que se estaban preparando sus diez camaradas! Había sido preciso atarlos, y yo lo hice porque mandaba el piquete; ¡y cuando los fué desatando uno por uno con sus propias manos, para ponerse en su puesto, aunque ellos se resistían!, ¡qué firmeza! ¡Aquello era un hombre! ¡Ni el peñón de Gibraltar! ¿Y luego, mi capitán, cuando se mantuvo tan derecho como si fuese a entrar en un baile? Y cuando su perro, este mismo Rask que tenemos aquí, comprendió lo que se iba a hacer y se me abalanzó a la garganta...

—Por lo general, Tadeo—le interrumpió el capitán—, no solías dejar pasar esta parte de la relación sin hacerle una fiesta a Rask; repara y cómo te mira.

—Tiene su merced razón, mi capitán—respondió Tadeo, algo cortado—; el pobre Rask me echa unos ojos que... Pero la vieja Malagrida me ha dicho que trae mala suerte el hacer fiestas con la mano izquierda.

—Bien, pero ¿para qué sirve la derecha?—preguntó D’Auverney sorprendido y reparando por la