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hacia la izquierda. Como no hacían alto en mí, me acerqué para ver mejor, y lo primero que descubrí fué a Rask, atado a un árbol en medio de ellos, mientras dos milores, en cueros como los herejes, se estaban repartiendo sobre las costillas unos puñetazos que hacían más ruido que la tambora de nuestro regimiento. Eran dos señores ingleses, que probablemente se habían desafiado por vuestro perro; pero Rask, que me conoció, dió de repente un estrechón tal, que rompió la cuerda, y en un abrir y cerrar de ojos estaba el tunante corriendo tras de mí. Ya puede usted figurarse que los otros no se estuvieron quietos. Yo me zambullí entre las matas, y Rask siguiéndome, mientras alrededor de nosotros silbaba una nube de balas. Rask se puso a ladrar en respuesta; pero, por fortuna, no le pudieron oír a causa de sus gritos de french dog, french dog, como si el perro no fuera de la casta de Santo Domingo. No importa: ya habíamos saltado por encima de los cercados y me creía ya en salvo cuando se nos ponen delante dos de los colorados. Con el sable me zafé de uno de ellos, y lo mismo hubiera hecho con el otro, a no ser porque traía una pistola cargada con bala... Ahí tiene usted mi brazo derecho. Pero no importa: el french dog le saltó al pescuezo, como si fuera un amigo antiguo, y yo aseguro que el abrazo fué estrecho, porque el inglés vino a tierra degollado. ¿Para qué fué tan terco el hombre en seguirnos? Por fin, aquí está Tadeo de vuelta al campamento, y Rask con él. Mi única pesadumbre