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lástima en grado algo extraordinario, no tanto era por las pérdidas que había sufrido cuanto por su manera de sobrellevarlas. En efecto, al través de su glacial indiferencia no fuera difícil rastrear a veces los movimientos convulsivos que procedían de una llaga secreta, pero incurable.

Así que principiaba el combate se serenaba su rostro. En la pelea se mostraba tan intrépido cual si aspirase a ser general; después de la victoria, tan modesto cual si se contentara con ser mero soldado. Sus camaradas, al ver semejante desdén de los grados y honores, no podían alcanzar por qué antes de la acción parecía desear algo con ansia, y no comprendían que, de todos los azares de la guerra, la muerte tan sólo era lo que D’Auverney apetecía.

Los representantes del pueblo en el ejército le nombraron un día jefe de batallón sobre el campo de batalla; pero rehusó admitirlo porque, saliendo de la compañía, le hubiera sido forzoso separarse del sargento Tadeo. Algunos días después se ofreció de voluntario para el mando de una expedición arriesgada, de donde regresó en salvo contra la creencia general y contra sus propios deseos. Entonces se le oyó arrepentirse de no haber aceptado el grado ofrecido, porque “los cañones enemigos—decía—siempre me respetan; y la guillotina, que hiere a cuantos descuellan sobre el común nivel, quizá se hubiese acordado de mí”.