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III

Tal era el carácter del personaje, sobre el cual, al salir de la tienda, se entabló la conversación siguiente:

—Apostaría—dijo el teniente Enrique, limpiándose sus botas de tafilete encarnado, que el perro manchó de lodo al pasar—, apostaría a que el capitán no daba la pata coja de su perro por aquella docena de canastas de vino de Madera que vimos el otro día en los furgones del general...

—Vaya, vaya—contestó de broma el ayudante de campo Pascual—; eso sería mal negocio, porque las canastas no tienen a la hora esta nada dentro, que yo puedo dar testimonio. Por consiguiente—añadió con suma seriedad—, ustedes convendrán en que treinta botellas vacías no valen la pata del perro, que al fin y al cabo pudiera muy bien servir para mango de un cordón de campanilla.

El auditorio soltó la risa por el tono solemne con que el ayudante pronunció las últimas palabras; pero Alfredo, el oficial de húsares, único que no participó de la broma, tomó un aire de descontento.

—No veo, señores—dijo—, qué motivo de risa hay en lo que acaba de pasar. Este perro y este sargento, que andan siempre pegados a D’Auverney desde que le conozco, me parecen muy capaces de excitar interés. Por fin, esta escena...—Pas-