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IV

—Aunque nací en Francia, desde muy tierna edad me enviaron a Santo Domingo, en casa de un tío hacendado, muy rico, de aquella colonia, con cuya hija estaba resuelto mi enlace por la familia. La habitación de mi tío estaba situada a las inmediaciones del castillo de Galifet, y sus fincas se extendían por casi toda la vega del río Acul; y aun cuando el relato de tales circunstancias lo tengan ustedes quizá por menudencias insignificantes, de ello dimana principalmente la ruina total de mi familia.

Ochocientos negros se ocupaban en la labranza de las inmensas fincas de mi tío, y debo confesar que los males inherentes a la triste condición de esclavos subían aún mucho de punto por la dureza del carácter de su amo. Mi tío se contaba entre el número, por fortuna muy escaso, de aquellos criollos a quienes la práctica prolongada de un despotismo sin límites había llegado a embotar la sensibilidad del ánimo. Acostumbrado a verse obedecido al primer indicio de su voluntad o capricho, castigaba con sumo rigor la menor tardanza o leve muestra de duda por parte de un esclavo, y a menudo las súplicas interpuestas de sus hijos servían tan sólo para encender su cólera. Así, pues, teníamos que contentarnos las más veces con suavizar en secreto los males que no estaba a nuestro alcance el impedir.