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mas para oxear los mosquitos y demás insectos. Mi tío hacía que comiera a sus pies, sentado en una estera de juncos, y solía darle en su propio plato los restos de algún manjar preferido. Verdad es que en pago se mostraba Habibrah muy agradecido a tales bondades; no ejercía sus privilegios de bufón ni su derecho a hacerlo todo y a decirlo todo, sino con el objeto de divertir a su amo con mil ridículos dichos mezclados con extravagantes contorsiones, y al menor gesto de mi tío, acudía volando con la agilidad de un mono y el aspecto sumiso de un perro.

Y, sin embargo, yo no podía vencer la repugnancia que me inspiraba aquel esclavo. Había algo de demasiado rastrero en su condición servil: porque si la esclavitud no deshonra, el servicio doméstico envilece. Sentía yo como una especie de benévola compasión hacia aquellos negros, a quienes veía trabajar todo el día sin descanso y sin que apenas una miserable vestidura encubriese sus grillos; pero el disforme saltimbanco, el esclavo holgazán, con su ridículo ropaje, entreverado de galones y matices y salpicado de cascabeles, no me inspiraba sino desprecio. Además, el enano no aprovechaba como buen compañero el favor que le granjeaban sus bajezas. Nunca había implorado un perdón del amo, que con tanta frecuencia y severidad castigaba; y aun cierto día que se creyó a solas con mi tío, se le oyó exhortarle a que redoblase su rigor contra los infelices negros. Con todo, los otros esclavos, que hubieran debido mi-