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rarle con celos y desconfianza, no le daban muestras de odio, sino antes bien les inspiraba una especie de temor respetuoso que en nada se asemejaba a enemistad; y cuando le veían pasar por entre sus chozas, con su gorra en hechura de cucurucho, adornada en la punta de cascabeles y toda pintorreada de estrambóticas figuras trazadas con tinta roja, decían entre sí y a media voz: “Es un obí[1].”

Estos pormenores, sobre los cuales llamo ahora su atención, señores, me ocupaban muy poco en aquella época. Entregado por entero a las puras emociones de un amor, a que nada debiera, al parecer, poner obstáculo; de un amor nacido desde la infancia, y también desde ella correspondido por la mujer que me estaba destinada, apenas concedía una mirada indiferente a cuanto no era María. Acostumbrado desde la más tierna edad a considerar como mi futura esposa a aquella que en cierto modo era ya mi hermana, se había establecido entre nosotros una especie de tierno cariño, cuya índole no se podrá comprender aun cuando diga que nuestro amor era una mezcla de fraternal abnegación, de exaltadas pasiones y de conyugal confianza. Pocos hombres han sido más felices que yo en sus primeros años; pocos han sentido abrirse el capullo de su alma a las emociones de la vida bajo una atmósfera más serena; pocos en tan deliciosa armonía, de placer para el momento presente y de halagüeñas esperanzas


  1. Hechicero en el dialecto de los negros.—N. del A.