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dad del Cabo, muchos criollos jóvenes hablaban con vehemencia contra esta ley, que tan profundamente hería el amor propio, quizá fundado, de los blancos. No me había mezclado yo aún en la conversación, cuando se acercó al corro un hacendado rico, pero a quien los blancos admitían con mucha dificultad entre sí y cuyo color equívoco daba que sospechar sobre su estirpe. Entonces me adelanté hacia aquel sujeto, y le dije en alta voz:

—Siga usted adelante, caballero, porque aquí oiría cosas desagradables para los que, como usted, tienen sangre mestiza en sus venas.

Esta acusación le irritó a tal extremo que me llamó a un desafío, en el cual ambos quedamos heridos. Confieso que obré mal en provocarle; pero lo que se llama las preocupaciones del color no hubieran bastado para empujarme a este paso. Mas aquel hombre había manifestado la audacia de elevar sus pensamientos hasta mi prima, y en el momento mismo que le insulté de manera tan inesperada acababa de bailar con ella.

De todos modos, veía yo con embriaguez adelantarse el momento que iba a hacerme dueño de María, y permanecía cada vez más ajeno a la efervescencia, siempre en aumento, que hacía delirar a cuantos estaban a mi alrededor. Fijos los ojos en mi dicha que se aproximaba, no hice alto en los terribles y obscuros nubarrones que iban encapotando todo el ámbito de nuestro horizonte político, y cuyo ímpetu debía, al descargar, des-

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