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arraigar todos nuestros destinos. No que aun los ánimos más perspicaces e inclinados a augurar mal tuvieran ya serios temores de una revolución de los esclavos, pues se despreciaba demasiado a esta raza para que inspirase susto; pero existían sí, entre los blancos y los mulatos libres, gérmenes de un odio más que suficiente para que al estallar este volcán, por tanto espacio de tiempo comprimido, envolviese a la colonia entera entre sus escombros.

En los primeros días de aquel mes de agosto, invocado por mis más ardientes votos, cierto extraño incidente vino a mezclar una inquietud imprevista con mis tranquilas esperanzas.

VI

Había mi tío mandado levantar a las orillas de un precioso riachuelo, que bañaba sus tierras, una glorieta de enramada en medio de una espesa arboleda. Allí solía venir María todas las tardes a respirar la pura brisa del mar, que se alza diariamente en Santo Domingo durante la estación más calurosa, y cuya frescura aumenta o disminuye con el ardor mismo del día; y yo tenía cuidado de adornar todas las mañanas este asilo con mis propias manos y de depositar en él las más hermosas flores. Un día María corrió hacia mí, llena de susto, para anunciarme que, habiendo entrado en la glorieta como de costumbre, encontró, con te-