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estaba allí deshecha delante de mis ojos; y aquellas melancólicas y amarillentas flores, cuya frescura extrañaba mi pobre María, habían usurpado con insolencia el puesto de las rosas por mí colocadas.

—Sosiégate—me dijo ella, que percibió mi turbación—; sosiégate, que es una cosa ya pasada, y ese insolente no se atreverá, sin duda, a volver. Arrojemos tales cuidados como yo hago con este odioso ramo.

Tuve buen cuidado de no disipar sus ilusiones, por temor de asustarla, y sin decirle que el que nunca volvería había ya vuelto, le dejé pisotear las caléndulas en su inocente indignación; y luego, creyendo que era llegada la hora de conocer a mi misterioso rival, la hice sentarse en silencio entre su nodriza y yo.

Apenas nos habíamos, en efecto, colocado en nuestro puesto, cuando María se llevó de repente el dedo a la boca, porque un leve son, debilitado entre el susurro del viento y el murmullo de las aguas, acababa de llegar a sus oídos. Púseme a escuchar, y era el mismo preludio lento y melancólico que en la noche anterior había despertado mi ira. Quise lanzarme del asiento; pero un gesto de María me contuvo.

—Detente, Leopoldo—me dijo a media voz—; repara en que va a cantar y a decirnos así probablemente quién sea.

Y no se equivocó María, porque una voz armoniosa, cuyos acentos respiraban a un tiempo mis-