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me autorizó para que acompañara a su hija en todos sus paseos, mientras llegaba el 22 de agosto, época de nuestro enlace. Al tiempo mismo, empeñado en la creencia de que el nuevo adorador había por fuerza de ser forastero, mandó que se hiciese guardia por todos los confines de sus tierras, de día y de noche, y con mayor vigilancia que jamás anteriormente.

Tomadas tales precauciones de concierto con mi tío, quise yo hacer por mí un ensayo, y así, me encaminé a la glorieta, arreglé cuanto había quedado en desorden la víspera y la adorné con las mismas flores que tenía de costumbre ofrecer a María.

Cuando llegó la hora en que ella solía acudir a aquel retiro, cargué con bala mi escopeta y propuse a mi prima acompañarla al mismo sitio; la nodriza vino con nosotros.

María, sin saber que yo hubiese enmendado los destrozos del día anterior, entró primero en la glorieta.

—Mira, Leopoldo—me dijo—, todo está aquí en el mismo desorden que lo dejamos ayer; mira tu trabajo deshecho, tus flores arrancadas y marchitas; pero lo que me asombra—añadió, cogiendo el ramo de caléndulas silvestres—, lo que me asombra es que este odioso ramo no se haya ajado desde ayer acá; mírale, Leopoldo mío, y dime si no parece acabado de coger.

Yo me había quedado inmóvil de cólera y sorpresa, porque, en efecto, mi tarea de la mañana