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cañón de mi arma por entre los matorrales, di vuelta a los gruesos troncos, sacudí las crecidas hierbas y... en vano; todo, todo en vano. Tan inútil pesquisa, unida a vagas reflexiones acerca de la canción, añadieron cierta vergüenza a mi cólera. ¡Pues qué!, ¿había siempre de escaparse este insolente rival, tanto de mi brazo cuanto a mi comprensión? ¿No podría ni encontrarle, ni adivinar su ser?... En este momento, un ruido de cascabeles vino a sacarme de mi distracción, y al revolverme con rapidez me encontré al lado con el enano Habibrah.

—Buenos días, amo mío—me dijo, haciéndome una reverencia con sumo respeto; pero en su mirada de reojo, que clavó en mí con disimulo, juzgué observar una inexplicable muestra de malicia y un aire de oculto gozo al contemplar el desasosiego estampado en mi frente.

—Habla—le grité con aspereza—y dime si has visto a alguien en este bosque.

—A nadie más que a usted, señor mío—me respondió con serenidad.

—¡Pues qué! ¿No has oído una voz?—le repliqué.

El esclavo se quedó por algún breve espacio como pensando qué responderme, y yo, hirviendo en ira, proseguí:

—Vamos, respóndeme pronto, infeliz: ¿no has oído por aquí una voz?

Clavó descaradamente en mí sus ojos, redondos como los de un gato montés, y contestó: