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—¿Qué quiere decir usted con eso de una voz, mi amo? Hay voces dondequiera y de cualquier especie; hay la voz de los pájaros y la de las aguas; hay la voz del viento meciéndose entre las hojas...

Le interrumpí dándole una fuerte sacudida y diciéndole:

—¡Miserable bufón! Deja de tomarme por tu juguete o te haré escuchar muy de cerca la voz que sale del cañón de una carabina. Respóndeme en cuatro palabras: ¿has oído en este bosque a algún hombre cantar una canción española?

—Sí, señor—me replicó, sin parecer conmovido—; y también oí la letra de la música. Atención, amo mío, que voy a contarle cierta cosa. Me iba yo paseando por las cercanías de este bosque, escuchando lo que me decían al oído los cascabeles de la gorra, cuando el viento vino de repente a añadir a semejante concierto algunas palabras de esa lengua que usted llama el español, la primera que tartamudearon mis labios cuando mi edad se contaba, no por años, sino por meses, y cuando mi madre me llevaba colgado de su cuello con fajas de bayeta roja y amarilla. Yo amo esa lengua porque me recuerda el tiempo en que yo era chiquito y aún no era enano, en que era un niño y no un bufón imbécil; me acerqué, pues, y escuché el fin de la canción.

—¿Y qué?—repuse yo impaciente—. ¿Es eso todo cuanto alcanzas?

—Sí, señor, amo hermoso; pero si usted quiere, le diré quién era el hombre que cantaba.