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cias? ¿Acaso nada de lo que hablas puede indicarme quién era el hombre que cantaba en el bosque?

—Exactamente, mi amo—repuso el bufón con una mirada maliciosa—. ¡Claro está que el hombre que llegó a cantar tales extravagancias, como usted las llama, ni podía ser ni es sino un loco como yo! Así me gané las diez bolsas.

Ya tenía el brazo levantado para castigar la insolente bufonada del esclavo emancipado, cuando de repente resonó en el bosque un grito agudo hacia el lado de la glorieta: era la voz de María. Me lancé en aquella dirección, corrí, volé, soñando en la nueva desgracia que pudiera amenazarme, y llegué a la glorieta falto de aliento. Allí, un espectáculo horrible me aguardaba. Un enorme caimán, con el cuerpo medio escondido entre los juncos de la orilla, asomaba la monstruosa cabeza por los arcos de verdes ramas que sostenían el techo del cenador. Su boca, entreabierta y medrosa, amenazaba a un negro, joven y de estatura colosal, que con un brazo sostenía a la amedrentada doncella, mientras con el otro metía con arrojo el hierro de un hacha de carpintero entre las aceradas quijadas del monstruo. El caimán luchaba enfurecido contra aquella mano audaz y robusta que le tenía sujeto. Al instante de aparecer yo en el umbral de la glorieta, soltó María un grito de júbilo, se arrancó de los brazos del negro y vino a caer a mis plantas, exclamando:

—¡Ya estoy salva!