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Creí que iba a abrazar al enano.

—¡Habla, habla, Habibrah! ¡Ahí tienes mi bolsa, y diez bolsas aún más llenas serán tuyas si me enseñas a ese hombre!

Tomó la bolsa, la abrió y se sonrió.

—¡Diez bolsas más llenas que ésta! ¡Qué demonio! ¡Eso haría una fanega llena de pesos con el retrato del rey Luis quince, tantos cuantos bastarían para sembrar las tierras del mágico de Granada Altornino, que poseía la ciencia de hacer crecer buenos doblones! Pero, vamos, no se incomode usted, señorito, que allá voy al grano. Acuérdese usted, señor, de las últimas palabras de la canción: “Tú eres blanca y yo soy negro; pero el día tiene que hermanarse con la noche para dar el ser a los rosados matices de la aurora y a los dorados arreboles de la tarde, más bellos ambos que la luz del mismo día.” Ahora bien: si la canción dice la verdad, el mulato Habibrah, su humilde, esclavo, nacido de un blanco y de una negra, es más hermoso que usted mismo, señorito. Yo soy el producto de la unión del día y de la noche; yo soy la aurora o la tarde de que habla la canción española, y usted no es más que la luz del día. Luego yo soy más hermoso que usted, si usted lo quiere; yo soy más hermoso que un blanco...

Y el enano mezclaba con tan extrañas digresiones grandes carcajadas de risa. Volví entonces a interrumpirle, diciendo:

—¿Adónde vas a parar con tales extravagan-