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derío! Los negros, trémulos al aspecto de su amo, redoblaban en nuestra presencia su actividad y sus esfuerzos; mas ¡oh, y qué de odio no se encubría bajo aquel temor!

De condición irascible, estaba ya mi tío próximo a irritarse de que le faltara pretexto para ello, cuando Habibrah, su asiduo compañero, le hizo reparar en un negro que, rendido de cansancio, dormía a la sombra de unas palmas. Mi tío corrió luego hacia aquel desgraciado, le despertó con aspereza y le mandó volver a su tarea sin demora. El negro se levantó asustado, y al levantarse dejó ver un rosal de Bengala, que mi tío cuidaba con esmero, y sobre el cual se había acostado por olvido. El delicado arbusto estaba perdido, y el dueño, ya irritado de la pereza, como él decía, del esclavo, se puso furioso con esta nueva vista. Frenético, tomó el látigo armado de correas con puntas de hierro, que llevaba siempre en sus paseos a la cintura, y alzó el brazo contra el infeliz negro, postrado de rodillas. No descargó, empero, el golpe; jamás podré olvidar aquel momento. Otra mano robusta detuvo de repente la mano del blanco, y un negro—el mismo que yo buscaba—, le dijo en francés:

—Castígame, pues acabo de ofenderte; pero no hagas daño a mi hermano, que tan sólo tocó a tu rosal.

La intervención inesperada del hombre a quien debía yo la salvación de María, su gesto, sus miradas, el eco imperioso de su voz, me hirieron cual