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un rayo. Pero su generosa imprudencia, lejos de hacer avergonzarse a mi tío, sirvió tan solo de acrecentar su cólera y traspasarla del delincuente a su defensor. Exasperado, se soltó de brazos del negro gigante, y, colmándole de amenazas, alzó de nuevo el látigo para azotarle. Esta vez le arrancaron el látigo de la mano. El negro rompió el mango lleno de clavos como puede romperse una paja, y holló bajo sus pies aquel vil instrumento de venganza. Estaba yo inmóvil de sorpresa, y mi tío, de ira; era para él una cosa inaudita el ver su autoridad así menospreciada: los ojos estaban como prontos a saltar de su órbita, y los lívidos labios se estremecían con un movimiento convulsivo. El esclavo le contempló un instante con sosiego, y en seguida, alargando con dignidad una hoz que empuñaba en sus manos:

—Blanco—le dijo—, si deseas pegarme, toma siquiera esta hacha.

Mi tío, fuera de sí, hubiera sin duda accedido a la súplica, y se precipitaba sobre el instrumento de muerte, cuando yo intervine a mi vez. Me apoderé con prontitud de la hoz y la arrojé en el pozo de una noria vecina.

—¿Qué haces?—preguntó mi tío con arrebato.

—Ahorrarle a usted—le respondí—el pesar de injuriar al defensor de su hija. Este es el esclavo a quien le debemos la salvación de María, y para el que tengo obtenida promesa de libertad.

El momento no era a propósito para recordar promesas semejantes, y mis palabras apenas hi-