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cieron el menor efecto en el ánimo enconado de su autor.

—¡Su libertad!—me replicó con aire sombrío—. Sí, merece el término de su cautiverio. ¡La libertad! Ya veremos de qué especie es la que le concede el consejo de guerra.

Tan fúnebres palabras me helaron de espanto, y en vano María y yo reunimos nuestros ruegos. El negro que por su descuido había ocasionado esta escena fué azotado, y a su defensor le condujeron a los calabozos del castillo de Galifet, inculpado de alzar la mano contra un blanco, crimen que del esclavo a su señor trae consigo la pena capital.

XI

Ya podrán ustedes imaginarse, señores, hasta qué grado habían avivado mi interés y curiosidad tales circunstancias. Empecé a hacer indagaciones respecto del preso, y el resultado me proporcionó relaciones a lo sumo extrañas. Dijéronme que todos sus compañeros manifestaban el mayor respeto hacia aquel joven, y que esclavo él mismo, le bastaba una mínima señal para hacerse obedecer. No había nacido en la hacienda, ni se le conocía ni padre ni madre, y aseguraban que pocos años atrás había aportado en un buque negrero a las playas de Santo Domingo. Esta circunstancia hacía aún más notable el imperio que ejercía sobre todos sus compañeros, sin exceptuar siquiera