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podían dejar de respetar el sentimiento de orgullo que le arrastró a cometer el ultraje contra mi tío. Ninguno de ellos había osado imponerle castigos humillantes, y si por ventura le habían amenazado, veinte negros se levantaban luego para sufrir en su lugar la sentencia, y él, inmóvil, presenciaba aplicarles la pena, como si en ello no hubiese hecho más que cumplir con sus deberes. Este hombre extraordinario era conocido en la hacienda con el nombre de Pierrot.

XII

Todos estos pormenores exaltaron mi imaginación juvenil, mientras María, llena de gratitud y compasión, participaba y aplaudía mi entusiasmo; y de tal manera se granjeó Pierrot nuestra simpatía, que me determiné a verle y servirle de ayuda. Empecé, pues, a pensar en los medios de hablarle.

Aunque en extremo joven, era yo, como sobrino de uno de los hacendados más opulentos del Cabo, capitán de milicias en la parroquia del Acul. El castillo de Galifet estaba entregado a nuestra custodia y a la de un destacamento de dragones amarillos, cuyo jefe, por lo común un suboficial, tenía el mando de la fortaleza. Sucedió cabalmente que el comandante a la sazón era hermano de un hacendado pobre, a quien tuve la fortuna de