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poder hacerle importantes favores, y pronto, por lo tanto, a sacrificarse por mí...

En esto, todo el auditorio interrumpió a D’Auverney, nombrando a Tadeo.

—Lo han adivinado, señores—repuso el capitán—; y ahora les será fácil comprender que no me costó trabajo lograr que me diera entrada en el calabozo del negro. Como capitán de milicias, tenía yo derecho para visitar el castillo; pero, a fin de no inspirar sospechas a mi tío, encendido aún en cólera, tuve cuidado de ir a la hora en que dormía su siesta. Los soldados, también con excepción de los centinelas, estaban entregados al sueño, y sin que nadie nos observara, llegué, guiado por Tadeo, a la puerta del calabozo. Tadeo la abrió y se retiró, y yo me entré adentro.

El negro estaba sentado porque su estatura no le permitía permanecer erguido, y no se hallaba solo, pues un enorme perrazo se levantó en seguida y vino hacia mí gruñendo.

¡Rask!—gritó el negro.

Y el cachorro calló y volvió a echarse a los pies de su amo, donde acabó de devorar algunos miserables alimentos.

Yo iba vestido de uniforme, y la luz que difundía en el reducido calabozo una claraboya era tan escasa que Pierrot no alcanzaba a distinguir quién yo fuese.

—Estoy pronto—me dijo con tono sereno.

Y al acabar estas palabras se medio incorporó, y volvió a repetir: