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tocados para mi casamiento; no que me importen esos brillantes ni esas joyas, que no me han de hacer más hermosa a tus ojos, porque yo daría todas las perlas del mundo por una de aquellas flores que me quitó el tunante del ramo de caléndulas; pero, al fin, mi padre quiere colmarme de tales regalos y tengo que aparentar deseo por complacerle. Ayer vimos una basquiña floreada de raso de China, metida en un cofrecito de palo de olor, que me llamó mucho la atención. Es cosa muy cara, pero muy extraña y muy bonita. Mi padre observó lo mucho que yo la miraba, y cuando volvimos a casa le pedí que me prometiera concederme una súplica, al modo de los antiguos paladines; ya sabes cuánto le gusta que se le compare con los caballeros antiguos. Me juró, pues, por su honor que me concedería la primera cosa que le pidiera, fuese cual fuese, y se figura que será la basquiña de raso de China; pero nada de eso, que será la vida de Pierrot. Este será mi regalo de boda.

No pude menos de estrechar a aquel ángel entre mis brazos; y como la palabra de mi tío era cosa sagrada, mientras que María iba a reclamar su cumplimiento, yo acudí de carrera al castillo de Galifet para anunciarle a Pierrot su perdón, ya positivo.

—¡Hermano!—le grité al entrar—. ¡Hermano, regocíjate, que tu vida está en salvo! María la ha pedido a su padre por regalo de boda.

El esclavo se estremeció.