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pérdida de tantas riquezas de que hubiera sido dueño: ¡el salvar a María! Después de conseguirlo, ¿qué me importaba el resto? Sabía que estaba encerrada en el castillo, y mi única súplica a Dios era la de llegar a tiempo. Sólo esta esperanza me alentaba en mis penas y me daba las fuerzas y los bríos de un león.

Por fin, a una vuelta del camino, se descubrió el castillo de Galifet, con el estandarte tricolor ondeando aún en sus murallas, defendidas por un vivo fuego de fusilería. Solté un grito de placer:

—¡A galope, amigos; riendas sueltas y meted espuelas!—dije a mis compañeros.

Y, redoblando el paso, nos arrojamos a campo a traviesa hacia el castillo, a cuyas plantas se veía la habitación de mi tío, desmantelada, pero en pie aún e iluminada por los rojizos reflejos del incendio, que todavía no había hecho en ella presa, pues el viento soplaba de la mar y estaba aislada de cualquier otro edificio.

Una multitud de negros guarecidos en la casa se mostraban a la vez en el ventanaje todo y aun en los techos, y sus armas y antorchas relucían en medio de los incesantes disparos que hacían al castillo, mientras otro y más numeroso tropel de sus camaradas subía, caía y volvía a subir de nuevo por los muros de la fortaleza, rodeados de escalas. Aquellas oleadas de negros, sin cesar rechazados y sin cesar asomando sobre aquellos cenicientos paredones, se asemejaban a un enjambre de hormigas que procuran ascender por la