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concha de una gruesa tortuga, y de cuyas molestias se liberta de rato en rato el tardo animal con una sacudida.

Tocábamos, por fin, en las obras avanzadas del fuerte, y con la vista fija en el asta de bandera, animé a mis soldados, invocando el nombre de sus familias, recogidas cual la mía al amparo de aquellos muros, en cuyo socorro íbamos. Una aclamación general me respondió, y, formando mi reducido escuadrón en columna, estaba pronto a dar la voz de carga contra el tropel de los asaltantes. En este momento, un grito agudo salió del recinto de la fortaleza; un espeso remolino de humo envolvió todo el edificio, extendiendo por algún espacio sus vaporosos pliegues en derredor de las murallas, de donde salía un rumor semejante al de un horno encendido, y, alzándose luego en el aire, nos dejó ver el castillo de Galifet, dominado por una bandera roja, anuncio de la cabal catástrofe.

XVIII

No diré lo que por mí pasó a la vista de aquel horrible espectáculo. Con vergüenza lo confieso; pero la toma del castillo, la muerte de sus defensores, la carnicería de veinte familias, tamaño, en fin, y tan universal estrago, no me ocupó ni por un instante. ¡María, perdida para mí, arrebatada de mis brazos a las pocas horas de aquella en que me había sido confiada para siempre, perdida por mi culpa, pues si no la hubiera abando-