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V. Blasco Ibáñez

Entró á empujones, sin que la masa egoísta le abriera paso, y no encontrando sitio se deslizó entre las piernas de los pasajeros, tendiéndose en el fondo, con el rostro pegado á las alpargatas sucias y los zapatos llenos de barro, en un ambiente nauseabundo. La gente parecía acostumbrada á estas escenas. Aquella embarcación servía para todo; era el vehículo de la comida, del hospital y del cementerio. Todos los días embarcaba enfermos, trasladándoles al arrabal de Ruzafa, donde los vecinos del Palmar, faltos de medicamentos, tenían realquilados algunos cuartuchos para curarse las tercianas. Cuando moría un pobre sin barca propia, el ataúd se metía bajo un asiento del correo y la embarcación emprendía la marcha con el mismo pasaje indiferente, que reía y conversaba, golpeando con los pies la fúnebre caja.

Al ocultarse el enfermo volvió á surgir la protesta. ¿Qué esperaba el desorejado? ¿Faltaba aún alguien?... Y casi todos los pasajeros acogieron con risotadas á una pareja que salió por la puerta de la taberna de Cañamèl, inmediata al canal.

¡El tío Paco!—gritaron muchos—. ¡El tío Paco Cañamèl!

El dueño de la taberna, un hombre enorme, hinchado, de vientre hidrópico, andaba á pequeños saltos, quejándose á cada paso con suspiros de niño, apoyándose en su mujer, Neleta, pequeña, con el rojo cabello alborotado y ojos verdes y vivos que parecían acariciar con la suavidad del terciopelo. ¡Famoso Cañamèl! Siempre enfermo y lamentándose, mientras su mujer, cada vez más guapa y amable, reinaba desde su mostrador so-