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V. Blasco Ibáñez

El barquero apoyó su larga percha en el ribazo, y la embarcación comenzó á deslizarse en el canal seguida por las voces de Neleta, que siempre con sonrisa enigmática recomendaba á todos los amigos que cuidasen de su esposo.

Las gallinas corrían por entre las brozas del ribazo siguiendo la barca. Las bandas de ánades agitaban sus alas en torno de la proa que enturbiaba el espejo del canal, donde se reflejaban invertidas las barracas del pueblo, las negras barcas amarradas á los viveros con techos de paja á ras del agua, adornados en los extremos con cruces de madera, como si quisieran colocar las anguilas de su seno bajo la divina protección.

Al salir del canal, la barca correo comenzó á deslizarse por entre los arrozales, inmensos campos de barro líquido cubiertos de espigas de un color bronceado. Los segadores, hundidos en el agua, avanzaban hoz en mano, y las barquitas, negras y estrechas como góndolas, recibían en su seno los haces que habían de conducir á las eras. En medio de esta vegetación acuática, que era como una prolongación de los canales, levantábanse á trechos, sobre isletas de barro, blancas casitas rematadas por chimeneas. Eran las máquinas que mundaban y desecaban los campos, según las exigencias del cultivo.

Los altos ribazos ocultaban la red de canales, las anchas carreras por donde navegaban los barcos de vela cargados de arroz. Sus cascos permanecían invisibles y las grandes velas triangulares se deslizaban sobre el verde de los campos, en el silencio de la tarde, como fantasmas que caminasen en tierra firme.