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V. Blasco Ibáñez

el camino de la selva costeando el lago, y llegó á la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la proximidad del granadero.

¡Sancha! ¡Sancha!—llamó suavemente el antiguo pastor.

Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero invisible que pescaba en el centro del lago.

¡Sancha! ¡Sancha!—volvió á gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vió que las altas hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos á la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada, moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que pareció helarle la sangre, paralizar su vida. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose á la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino.

¡Sancha!—gritó el soldado retrocediendo á impulsos del miedo—. ¡Cómo has crecido!... ¡Qué grande eres!

É intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.