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V. Blasco Ibáñez

Comenzaba á anochecer. Los campos se ennegrecían. El canal tomaba una blancura de estaño á la tenue luz del crepúsculo. En el fondo del agua brillaban las primeras estrellas, temblando con el paso de la barca.

Estaban próximos al Saler. Sobre los tejados de las barracas erguíase entre dos pilastras el esquilón de la casa de la Demaná, donde se reunían cazadores y barqueros la víspera de las tiradas para escoger los puestos. Junto á la casa se veía una enorme diligencia, que había de conducir á la ciudad á los pasajeros del correo.

Cesaba la brisa, la vela caía desmayada á lo largo del mástil, y el desorejado empuñaba la percha, apoyándose en los ribazos para empujar la embarcación.

Pasó con dirección al lago una barca pequeña cargada de tierra. Una muchacha perchaba briosamente en la proa, y en el otro extremo la ayudaba un joven con un gran sombrero de jipijapa.

Todos los conocieron. Eran los hijos del tío Tòni, que llevaban tierra á su campo: la Borda, aquella expósita infatigable, que valía más que un hombre, y Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el mozo más guapo de toda la Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.

—¡Adiós, Bigòt!--le gritaron familiarmente.

Le daban tal apodo á causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuándo trabajaba.