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Cañas y barro

escopetazos á los conejos, huyendo á la aproximación de los guardas, y por su gusto hubiese comido y dormido dentro de la barca, que era para él lo que el caparazón de un animal acuático. Los instintos de las primitivas razas lacustres revivían en el viejo.

Para ser feliz sólo le faltaba carecer de familia, vivir como un pez del lago ó un pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en una isleta y mañana en un cañar. Pero su padre se había empeñado en casarlo. No quería ver abandonada aquella barraca, que era obra suya, y el bohemio de las aguas vióse forzado á vivir en sociedad con sus semejantes, á dormir bajo una techumbre de paja, á pagar su parte para el mantenimiento del cura y á obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún sinvergüenza—según decía él—, que para no trabajar buscaba la protección de los señorones de la ciudad.

De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado junto á él rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la semana todos los viernes, llevándolo á un horno de cúpula redonda y blanca, semejante á un hormiguero africano, que se alzaba en un extremo de la isla.

Habían tenido muchos hijos, muchísimos; pero menos uno, todos habían muerto oportunamente. Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados con el pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores