de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las tercianas. Unos habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales cercanos á la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fué por agarrarse tenazmente á la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las fiebres y chupando en los pechos flácidos de su madre la escasa substancia de un cuerpo eternamente enfermo.
El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas é indispensables. Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se aumentaban las familias en la miseria, y sin la bondad de Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían que devorarse unos á otros.
Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se veía padre de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Tono quedaron solos en la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre. Guisaba la comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacía con gravedad, como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro inextinguible de tristeza.
El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido por el muchacho casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el