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Cañas y barro

¿Iba su hijo á hacerse labrador?... Y al formular esta pregunta, el viejo metía en sus palabras todo el asombro, la inmensa extrañeza de un hecho inaudito, como si hablase de que algún día la Albufera podía quedarse en seco.

Tono, por primera vez en la vida, osaba oponerse á las palabras de su padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero ahora era casado, las atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una imprudencia despreciar los magníficos jornales de la siega. Á él le pagaban mejor que á los otros, por su fuerza y su asiduidad en el trabajo. Los tiempos había que tomarlos como venían; cada vez se cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas charcas se cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto que perdiese su parte en la nueva vida.

El barquero aceptaba refunfuñando esta transformación en las costumbres de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le imponían cierto respeto, pero protestaba, apoyado en la percha, á orillas del canal, conversando con otros barqueros de su buena época. ¡Iban á transformar la Albufera! Dentro de pocos años nadie la conocería. Por la parte de Sueca colocaban ciertos armatostes de hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas y... ¡eche usted humo! Las antiguas norias, tranquilas y simpáticas, con su rueda de madera carcomida y sus arcaduces negros, iban á ser sustituidas por maquinarias infernales que moverían las aguas con un estrépito de mil demonios. ¡Milagro sería que toda la pesca no tomase el camino del mar, fastidiada por tales innovaciones!