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V. Blasco Ibáñez

por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago. Su perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de los zagalejos, las daba cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona é igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les servía de sustento.

Tono escogió una; cualquiera, la que menos obstáculos opuso á su timidez. Se verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser más con quien hablar y á quien reñir. Sentía cierta voluptuosidad al ver que sus palabras no quedaban en el vacío y que la nuera oponía protestas á sus exigencias de malhumorado.

Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar las tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la vida en los campos, y en Septiembre, cuando recogían el arroz y los jornales se pagaban caros, abandonaba la barca, haciéndose segador, como muchos otros que excitaban la indignación del tío Paloma. Esta tarea de trabajar en el barro, de martirizar los campos, correspondía á los forasteros, á los que vivían lejos de la Albufera. Los hijos del lago estaban libres de tal esclavitud. Por algo les había puesto Dios junto á aquella agua, que era una bendición. En su fondo estaba la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar todo el día con barro á la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la espalda tostada por el sol, para coger unas espigas que finalmente no eran para ellos.