se mostró mas chispeante que cuando en sus Fastos se prometió ser más serio.
Ahí de la gran capital del sud! Usted mete el escalpelo con mano pirovánica; corta, aparta, quiebra y lo hunde hasta el fondo; asienta los dedos, estimula los nervios, tritura la carne; y cuando ha obtenido el éxito buscado, suelta usted una risa que llega al oído de los operados como los gritos de las arpías que picotearon la comida de los compañeros de Eneas.
Citaré únicamente cierto orden de contornos. En la época a que usted se refiere, Buenos Aires era, en su sentir, una aldea de tejas, cortada por multitud de zanjones, por donde las aguas pluviales arrastraban hasta el sentido común del vecindario que, en general, comía muy mal. Celeste se pintaba el frente de las casas; y en los pasadizos, paisajes con pastoras que parecían furias, en medio de albahacas y bergamotas. Tras la indispensable puerta de reja había uno o dos mastines. Eran los que avisaban la llegada de visitas. Se observaba en los postes, a lo largo de las calzadas, el mismo rigorismo con que los ciudadanos estrenaban ropa negra el jueves santo. Por la calle Florida érales dado a don Francisco Chas y a don Martin Alzaga pasearse en las únicas calesas presentables que había. Tan inseparable como el sombrero era el farolillo, para orientarse por los pasos de bocacalle hasta la tertulia donde daban vueltas el agrio y el mate. Solo era comparable a la influencia política de don Valentin Alsina o de Héctor Varela, la influencia social del señor Infiestas, quien había descubierto recién los guantes de cabritilla. Las bandolas se habían refundido en las tiendas de Bonorino, de Volar y de D. Pepe el Cabezón, verdaderos tiranos de la elegancia femenina. Nadie se acordaba ya de las tertulias de Da. Joa-