quina Izquierdo, donde don Juan Cruz Varela, Luca, Rojas y fray Cayetano, leían sus tragedias y poesías en presencia de doña Flora Azcuénaga, Isabel Casamayor, Remedies Escalada, Carmen Quintanilla, Antonia Palacios, etc. En cambio abundaban las comilonas político-pantagruélicas, aderezadas con la lava del Chimborazo que ardía en el meollo de Lacasa, con los rayos de las tempestades de Mármol, y con la elegía de Aniceto el Gallo. Verdad es que Oscar y Amanda, los Amantes de Teruel, Matilde y la trilogía de Los Mosqueteros hacían estragos, más o menos ruidosos, en el romanticismo militante; que las gentes cambiaban su nombre de pila por el de un héroe o heroína de novela, lo cual era más trascendental que decir “los dos fósforos” por “i due Foscari”, o llamar al doctor Vélez Sársfield “el señor Federis Arca”. A la Pretti, la Biscacianti y Vacani, habian reemplazado la Nina, la Medea y Lelmi, como a la Alvara Garcia, Culebras y Rosquellas reemplazaron la Duclós, Fragoso y Enamorado. La Reina de Chipre era la delicia de la grave aristocracia en el teatro de la Victoria. Lo más selecto acudía al teatro Argentino a llorar convenientemente en Espinas de una flor, arrojando pañuelos húmedos y conciencias blandas a los pies de Matilde Larrosa. En las noches de baño, en la playa junto al muelle, las ondas sonoras llevaban las endechas de Lola y de don Diego, que acompasadamente los aficionados repetían entre bocados de un asado de cordero y de una empanada saboreada con los dos dedos con que se toma la narigada. . .
Al introducir al lector en esa escena, tiene usted la originalidad de dividir las beldades que la lle-