No negará que estas costumbres respondieran a sentimientos piadosos, y fueran propias a despertar emulación religiosa en los fieles; pero condenada por la higiene, como lo está actualmente, pues se convertian nuestros templos en focos de infección, y de efluvios deletéreos, estando por una parte destinados a la congregación de grandes masas, precisamente, por su objeto, inspiraban, por otra parte, casi el mismo sentimiento de pavor que los camposantos.
Habiamos heredado de nuestros mayores, con la religion católica, estas costumbres, y creyéndolas inherentes a ésta, nadie hacia alto en los graves inconvenientes que fisica y moralmente comportaban aun en esa época tan alejada ya de la era revolucionaria de Mayo.
El camposanto de la ciudad habia sido estableblecido en un terreno baldio, especie de potrero amurallado, y contiguo al magnifico cenvento de la Recoleta, que, cuando se suprimieron las órdenes religiosas, fué erigido en iglesia parroquial del Pilar.
Abrir una zanja, arrojar dentro de ella el cajón mortuorio, cubrirlo a pison nuevamente con la tierra extraida hasta el nivel de la superficie, dejando al lado el sobrante, colocar a la cabeza una cruz de madera y... mortus est qué non respirat?
No habia ningún monumento, ¿qué digo? ni sepulcro notable habia alli. Era aquello una desolación, y terrorifica la, impresión que producia su aspecto. Asi, era dolorosisima la sensación producida por su aspecto, y desconsolaba profundamente pensar que a tan abandonada mansion, tenian que venir a parar los más privilegiados seres de nuestra afección.
Nada extraño es, y por el contrario, mucho explica esto, el que las personas pudientes o de bue-