capital. ¿Conciben, mis amables lectoras, un estado social semejante?
En esos mementos falleció la esposa de Rozas, doña Encarnación Ezcurra, y en el patio de su casa, ocupada hoy por la administración de Correos, se habian congregado los federales netos, como se titulaban los miembros de la Sociedad Popular, ejecutores conscientes e inconscientes de atropellos inauditos.
El carancho del monte, como le llamaban al coronel don Vicente González, en el momento de sacar el cadaver de doña Encarnación para ser colocado en el carro mortuorio, indicó la idea de que los más federales se pusieran un distintivo. En su virtud compraron, en las tiendas vecinas, cintas de color punzó rojo, que se colocaron en los sombreros, en señal de duelo; lo que imitaron pronto todos los de su falange. ¡Quién lo creyera! Fué este hecho el origen del cintillo simbólico en torno del cual se han cometido tantos, tan atroces y barbaros crimenes politicos.
En aquel acto funerario tuvo su comienzo la célebre divisa federal, de la época de Rozas, después se convirtió en una imposición absoluta e indispensable de llevar un cintillo colorado puesto en el ojal de la chaqueta, como las condecoraciones que en Europa se lleva en el frac o levita con este distintivo: ¡¡viva la federación!! Por la razón o la fuerza todo el mundo adoptó el distintivo, porque llegó a ser el último medio de garantirse de los ultrajes a que estaban expuestos los ciudadanos, entre esas bandas de hombres sin otra educación que la disciplinaria de la Mazorca; y por lo mismo sin respeto alguno a la ley, ni a la sociedad.
Pero, como sucede invariablemente en estas demostraciones, libradas a la iniciativa popular, nin-