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CAPITULO II


Después de borronear el capítulo VI de mi libro, escrito de color de rosa, es cuando he tenido que introducir las modificaciones de que hablo en el I; no porque encierre nada de escabroso, que a la más culta dama pueda ofender: pues lo malo sólo está en la manera de ver las cosas; sino porque me vuelvo a mis antiguos barrios del sud, tan queridos, por los recuerdos de las primeras tertulias a que me permitieron asistir mis padres; eso sí: — ¡ya de pantalones! — que fué en la casa de las señoras de Sáenz, una de las cuales era, nada menos, la madre de las prestigiosas señoritas Dolores y Elvira Cortinas, beldades de las de mi tiempo, en cuya casa se daban esas divertidas tertulias de confianza en las que se valsaba mucho... pues aun no se conocía la polca.

Esto de tocar el piano es la cosa más socorrida del mundo para un joven; yo asistía a estas fiestas semanales, y tocaba para bailar, concediéndome en pago de tan gran servicio, dar con cada una de ellas unas vueltitas de valse para lo cual se turnaban, y después... al piano a tocar esas largas y divertidas contradanzas, después de los minuet (composiciones las mas de don Juan Pedro Esnaola, y una de Alberdi que se titulaba El Llo-