de una bella), con las cuales las señoras más caracterizadas rompían los bailes con esa gracia de aquellos tiempos en que las amigas se saludaban con efusión sincera, diciéndose: ¿cómo te vá che, de amores?, pero sin morderse, dándose y recibiendo esos besos ridículos de ahora hasta con las señoras viejas, sin acordarse de que Chateaubriand, recomienda mucho que se respeten las ruinas.
Esos besos, decía, tan desprovistos de verdad por lo mentidos, de que se hace un abuso intolerable, y peligroso por el contagio de las enfermedades... etc., etc. Ni tampoco andábamos de mano dada, con todo ser cristiano que se encontraba, en el salón, pues esto, en las señoras, era, un favor acordado a la intimidad de las amistades y no concedido a granel como ahora, en que las manotean que es un gusto, ¡y con qué manos... sin guantes! y ésperas como papel de lija...
Tampoco se caminaba a la francesa; ni había Mme. Carrau, ni otras hierbas caras por el estilo, sino que se caminaba a la criolla con la gracia natural de aquellas esbeltas mujeres que dieron al traste con cuanto inglés vino al país a comerciar y salieron boleados, pues les hicieron rendir la cerviz a sus naturales encantos.
Si mi memoria no me es infiel, fueron éstos: los Robertson, los Parish, los Gowland, los Miller, los Billinghurst, los Makinlay (Eduardo y Daniel), los Washington, etc., etc. ¿Y por qué no inscribirlos a todos, como en las efemérides, si todos ellos cayeron en el garlito? [1]
¡Mr. Britainh, a quien debemos la introducción de la pera de agua, que se reprodujo muy bien en su quinta de los bajos de la residencia!
Los Atkinson y Plowes que tuvieron su casa de
- ↑ Véase la nota núm. I al final.