pues que damos en la buena edad del reposo, de la calma y de la reflexión para casarnos de nuevo desde que yo la creo viudita.
Salvado el incidente, vamos al cuento.
El general don Lucio Mansilla, mi jefe y amigo, actúa como secretario. Fray Gerundio, que no es otro que don Modesto de Lafuente, tiene a su Tirabeque, y yo que no soy menos que el uno ni el otro, tengo también quien me tire la lengua y me incite a ello, diciéndome: "¡patrón! está muy bonito aquello que escribió la última vez. Escriba otro, señor..." y quien esto me pide es nada menos que ¡Juanita!, mi sirvienta, que anda por casarse y en su apuro, siempre creciente porque le llegue pronto el suspirado momento de la partida, no suelta el traje de novia. En vano le digo yo: Mira, Juanita que se te va a poner viejo, y que a fuerza de usarlo tanto, cuando llegue el caso práctico lo vas a tener inservible. ¡Nada!... no hay razones que la convenzan... ella quiere andar siempre de novia y es excusado el consejo.
Esto mismo de que me estoy apercibiendo, respecto a Juanita, me va a suceder a mi con motivo de estas publicaciones sueltas de algunos capítulos de mi libro, que cuando salga a luz nadie me lo va a comprar, y voy a quedar lucido; ¡yo que creía redituar algo de mis obras literarias en estos tremendos tiempos de crisis que atravesamos!
Pero sigamos.
Ya en mi anterior capítulo, hablaba de la sastrería de Lacombe y Dudignac que vinieron de los primeros al país y se establecieron en la que es hoy calle de la Piedad, pues antes que ellos vinieran, las gentes se vestían de Europa o por los moldes que sacaban en las primeras gacetas que les venían a las manos, y no por medidas como ahora, tan llenas de líneas derechas, o curvas de que tan-