liera tan barato, continuó la primera mujer: os aseguro que á estar en mi mano no hubiera perdido la ocasion de coger algo más.
Desliad el paquete, tendero, y decid francamente lo que vale. No tengo reparo en que lo vean. Los tres sabíamos antes de penetrar aquí la clase de negocios que hacemos. No hay ningun mal en ello.
Pero se entabló un pugilato de cortesía. Los amigos de aquella mujer no quisieron, por delicadeza, que fuese la primera, y el hombre del traje negro tuvo la primacía en desatar su lio... No guardaba mucho. Un sello ó dos; un lapicero; dos gemelos de camisa; un alfiler de muy poco valor; esto era todo. Los objetos fueron examinados minuciosamente por el viejo tendero, quien iba marcando en la pared con una tiza la cantidad que pensaba dar por cada uno de ellos terminado el exámen hizo la suma.
—Hé ahí, dijo, lo que valen. No daría ni tres cuartos más aunque me tostaran á fuego lento. ¿Qué hay despues de esto?
Tocaba la vez á la Dilber. Enseñó sábanas, servilletas, un traje, dos cucharillas de plata de forma antigua; unas tenacillas para el azúcar y algunas botas. El tendero hizo la cuenta como antes.
—Siempre pago de más á las señoras. Es una de mis debilidades, y por eso me arruino, dijo el tendero. Hé ahí vuestra cuenta. Si me pedís un cuarto más y entra-